En el centro de Barcelona no se oye otra cosa: “Cerveza, beer”. Personas de las que no voy a hablar ofrecen algo a otras personas de las que tampoco voy a hablar a cambio de algo de lo que nunca pienso hablar. Va en latas de aluminio, principalmente rojas y con nombre de astro (no doy más pistas que descubrís el pastel). Lo que contienen esos envases se llama cerveza, está deliciosa, y es un producto que no existiría si no fuera por unos colegas diminutos: los hongos.

Porque la cerveza, como toda bebida espirituosa, no es más que un brebaje de azúcar fermentada. La fermentación es un proceso químico que se realiza en ausencia de oxígeno y ancestralmente se empleaba para preservar alimentos. Comida o bebida que en su forma natural se perdía rápido se solía someter a estos cambios para obtener otros productos de larga duración (de leche a queso o yogures, de cereales a pan, de frutas a alcohol).

Los cambios bioquímicos que sufren ciertos compuestos de estos alimentos los generan microorganismos. En el caso de la cerveza la protagonista es la levadura Saccharomyces. Son hongos diminutos, imperceptibles a simple vista pero que están ahí. La cerveza se puede producir a partir de varios cereales, aunque el más común es la cebada. Se somete habitualmente al malteado: las semillas se germinan y desecan para así desarrollar las enzimas que convierten el almidón (cadena larga de hidratos de carbono) en azúcares simples, de las cuales se alimentarán levaduras que las convertirán en etanol, ese alcohol que nos pone felices.

Así que la próxima vez que os echéis una caña pensad que algunos deshechos sólo lo son dependiendo del cristal con el que se mira. Las caquitas de hongo son maravillosas. Si no preguntadle a Homer Simpson.