“El hombre hace planes, Dios se ríe”. El título del nuevo disco de Dano bien podría describir lo que aconteció en una localidad de la provincia de Alicante hace unas cuantas décadas, pero como yo soy atea (y ahora tampoco creo) voy a tener que buscar otra frase que le haga justicia a este historión. En un paisaje antrópico, es decir, que no existiría si las personas no hubieran metido mano, surgió un microorganismo que transformaría por completo a la humanidad. La gran relevancia que tenía ese ser vivo microscópico la supo ver un chaval llamado Francis. Estos levantinos no se andan con chiquitas.

Allá por los años noventa, cuando volvió de la mili, Francisco Juan Martínez Mojica comenzó su tesis doctoral en la Universidad de Alicante. Su objetivo era averiguar cómo demonios podía sobrevivir la arquea Haloferax mediterranei en las salinas de Santa Pola, un medio inhóspito para prácticamente cualquier organismo. Para ello estudió su material genético: lo descifró entero en busca de genes que explicaran esas adaptaciones tan extraordinarias. Sin embargo, investigando la resistencia a la sal de Haloferax encontró otra cosa: secuencias de nucleótidos (los bloques que forman las cadenas de ADN) que se repetían por todo su genoma de forma regular. Además de repetirse, eran palindrómicas, es decir, podían leerse igual en una cadena de ADN que en su complementaria, que se lee en el otro sentido.
Al principio Francis pensó que estaba cometiendo errores en los experimentos, pero esa especie de “mensaje oculto” le llamaba la atención. Puso a su equipo a revisar los genomas de muchos otros microorganismos para ver si también encontraban esas secuencias repetitivas y palindrómicas en su genoma y, oh, sorpresa, así era. Además, las secuencias aparecían en organismos evolutivamente muy distintos. En 2001 les puso nombre: Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats, CRISPR, pronunciado “Crísper”. Mi novio dice que suena a cereales para el desayuno. La mujer de Francis, según cuenta Lluís Montoliu en su libro “Editando genes: pega, recorta y colorea”, le decía que le sonaba a nombre de perro.

Dos años después, en 2003, Francis hizo el descubrimiento que llevó a Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier a ganar el Nobel de Química en 2020. Algunas de las secuencias que se encontraban entre CRISPR y CRISPR, llamadas “espaciadoras”, eran idénticas a ciertas partes del genoma de virus que infectaban a bacterias. Las bacterias que tenían secuencias espaciadoras iguales a las de un virus concreto no podían ser infectadas por él. ¿Por qué? Porque cuando el virus entraba en la bacteria, ésta reconocía la secuencia genética que ambos compartían y detectaba una amenaza, y lo que hacía era cortar su material genético, vamos, se lo cargaba. Ahí a Francis se le abrió el cielo: ¡CRISPR era un sistema de defensa de las bacterias frente al ataque de los virus!

Poco a poco, esta maquinaria celular tan curiosa empezó a conocerse entre la comunidad científica y enseguida le encontraron una aplicación práctica: utilizarla para cortar y pegar genes como hacían las propias bacterias, pero en células animales y humanas. En 2012, Doudna y Charpentier publicaron un artículo en el que evidenciaban que se podía emplear el sistema CRISPR-Cas (Cas significa CRISPR-associated protein) de una bacteria para editar genes en el laboratorio. Esto podría ayudar a corregir errores genéticos, que son la causa de un sinfín de enfermedades sin tratamiento en la actualidad. La revolución de las tijeras moleculares había llegado, y, desde entonces, solo el tiempo y la legislación (también muy necesaria) dirán cuál será su límite.

Mojica vio el potencial de las secuencias palindrómicas de Haloferax mediterranei, pero no desarrolló la tecnología que cambiaría nuestras vidas (y que de paso llenaría las arcas de muchas compañías farmacéuticas). Sus predecesores en la Universidad de Alicante fueron los primeros en aislar y caracterizar Haloferax mediterranei, y sin este trabajo tan concienzudo él no habría podido llegar a las conclusiones a las que llegó. La ciencia básica, el saber por saber, el amor por el conocimiento y por describir la vida, es el pilar sobre el que se asienta todo. Pero el conocimiento no importa si no da dinero. Esa es la historia del origen levantino de CRISPR, la de un descubrimiento no reconocido que nos ha traído esperanza. Esperanza de poder curar enfermedades terribles y de mejorar las vidas de muchas personas. Si Dios existiera, desde su trono celestial observaría a Mojica pasear por las salinas de Santa Pola y diría, esbozando una sonrisa mientras moja fartons en horchata: “Es el mercado, querido Francis, no es nada personal”.
Artículo publicado en El Lamonatorio para El Mono revista cultural (El Mono #111)

*Fuente de la foto de portada

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