En este mismo instante tengo enfrente de mí algo así como un render de una hoja de papel sobre la que escribo estas palabras a través de un ordenador portátil de última generación. Cuando yo tan solo era una mocosa giputxi con pelo ultra-liso, flequillo, nariz de botón, sonrisa infinita y coletas, en el colegio escribíamos utilizando grafito o tinta sobre hojas reales de este material vegetal, una lámina de pasta de celulosa obtenida directamente de la madera de diversas especies de árboles.
Sin embargo, aunque la cultura occidental quiera atribuirse la autoría del soporte de transmisión del conocimiento por antonomasia — lo cual tampoco tendría sentido porque el papel tal y como lo conocemos ahora se inventó en China en el siglo I d.c. —, debemos transportarnos milenios atrás, a la cuenca del río Nilo, para encontrar el origen de tamaño hito: el Antiguo Egipto, una de las civilizaciones más fascinantes, adelantadas y misteriosas de la historia, dio lugar a una nueva forma de plasmar y transferir nociones, ideas, leyes y cultura.

En los albores de la humanidad el conocimiento escrito comenzó a transmitirse en piedra, madera o hueso, pero estos soportes eran caros, pesados, difíciles de conservar, grabar y transportar. El pueblo egipcio, sin embargo, encontró una fórmula alternativa. Una hierba típica de humedales y zonas pantanosas llamada papiro (Cyperus papirus) se convirtió en algo parecido al oro cuando se descubrió que el procesamiento de las fibras de sus tallos daba lugar a un material que, al prensarlo, podía utilizarse para la escritura. Y el rol de las plantas en este juego no terminaba ahí. Sobre el papiro se escribía con un cálamo biselado hecho con tallos de junco, y algunas de las tintas empleadas también eran de origen vegetal — carbón, añil, carmín de alizarina —. Estamos hablando del año 3.000 a.c. Seguramente no habría nacido ni Jordi Hurtado.

El papiro no solo se utilizaba para la escritura, sino que, como buena planta multiusos, también era empleada para fabricar cestería, sandalias, cuerdas e incluso embarcaciones. Era un poco como el cáñamo (Cannabis sp.) pero sin el efecto alucinógeno de sus flores. Pero no os penséis, los antiguos egipcios también le daban a esta y a otras plantas alucinógenas y sedantes. La adormidera (Papaver somniferum) era una de sus favoritas. Como ya sabréis esta es la planta de la cual se obtiene el opio, una resina que se extrae de sus cápsulas o frutos y cuyos derivados son alcaloides mundialmente famosos: morfina, codeína, metadona, oxicodona…

A los paisanos de Hipatia, Cleopatra y Tutankamon también les molaba la mandrágora (Mandragora autumnalis), el estramonio (Datura estramonium), al que en el siglo XXI vulgarmente llamamos burundanga, y, ojo al dato, eran muy adictos a la flor del loto azul (Nymphaea caerulea), la metáfora del renacimiento: cuando amanece sale del agua y florece hasta que se pone el sol, momento en el que se hunde en el agua para volver a salir al día siguiente. Cómo no se iban a querer los egipcios colocar con esa flor, por Ra. Con lo bonita que es hasta a mí me están entrando ganas de echármela en la ensalada e irme de viaje.

La verdad es que no sé cómo he empezado escribiendo sobre egipcios y papel y he acabado hablando de drogas. Será porque es domingo por la tarde. Será porque esta semana es el Black Friday. Será porque todo esta lleno de luces de Navidad, castañas y caganers. Dios mío, 2020 a la vuelta de la esquina y yo con estos pelos.
Artículo publicado en El Lamonatorio para El Mono revista cultural (El Mono #77)
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